El pasado martes fue el día de la Esperanza. Que nunca nos falte la esperanza como arma en esta lucha continua que es la vida donde hay que abrirse siempre un hueco sin hacer daño a nadie, por supuesto.
Fui a Sevilla. A ver las dos grandes devociones marianas de la capital hispalense. Por un lado Triana y su Esperanza de la calle Pureza. Por otro lado la Esperanza más universal: la Macarena en el barrio de San Gil.
Allí me encontraba en la cola que este año se ha hecho menos fatigosa gracias a la gestión de la junta de gobierno que comanda Cabrero. Y delante de mí en la cola, un sevillano anónimo que esperaba a su niña de apenas unos siete años de edad que salía del colegio. Como no podía ser de otra forma, la niña se llamaba Esperanza. Durante todo el recorrido que íbamos tomando hasta llegar a la Reina de San Gil, el padre iba explicándole a su hija los misterios de su hermandad. “Mira Esperanza, esos angelitos tienen las caras de los niños que éramos hace años en el barrio”. “Sí Esperanza, la Virgen lleva un traje que la llamamos saya”. “Ahí está la Virgen, Esperanza. Y tan sólo tres días al año tenemos el privilegio de acercarnos a Ella. Ella se digna a bajar de su altar para acercarse a sus fieles”.
Cuando llegamos a una de las imágenes más bellas que jamás se hayan esculpido, salíamos por la zona de la nave del Evangelio cuando llegamos a un Belén que la hermandad tenía montado en la basílica. “Mira Esperanza el Belén. La Virgen tiene la misma cara que la Macarena”. Y así era. Era como una réplica de la Virgen con sus lágrimas y todo.
Así vive Sevilla y siente a sus imágenes y a sus cofradías. Se trata de una tradición que se traslada de padres a hijos. Aquel señor, no hacía nada más que lo que a buen seguro recibió de sus padres. La tradición devocional por una Virgen quita las tapaderas del sentido. Se llama Esperanza y está en San Gil. Y durante tres días al año, se acerca a sus hijos para que le besemos las manos. Benditas manos de Pureza y de Esperanza. Que es lo que nunca debemos de abandonar.